lunes, 23 de noviembre de 2009

Recursos ajenos

Siempre es una comodidad tener a mano cosas escritas por otros para cuando no se sabe que decir.
Si ya habéis digerido la segunda entrega de los cuentos sociales, vamos con la tercera.
Una sesión de cine que no os dejara indiferentes.
Como siempre el autor...
Un hombre ama de casa
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SESIÓN DE TANDA

Cuando todo tu tiempo es libre no tienen sentido los fines de semana. O dicho de otro modo: da igual que sea martes, jueves o domingo. Así estábamos Mercedes y yo desde que habíamos llegado a El Alto. Viajábamos desorientados por el Sur de América y habíamos parado en El Alto para visitar a un cura amigo de ella. No sé por qué razón íbamos retrasando, una y otra vez, la fecha de partida. Estaríamos a gusto o no sabríamos hacia dónde seguir. Y de repente fue sábado. Parecía que debíamos hacer algo especial y tuvimos que ir al cine. Después de un rato de escuchar a la de enfrente hablar y hablar de sus ratoncillos blancos, sabía más de los roedores en cuestión que de la película. Eran pequeños (e intentó unir dos dedos dejando entre ellos un espacio casi microscópico), si los tocas la mamá se los come y para colmo tienen sus ojitos rojos. Todo esto con voz sentimental y ojos casi llorosos de la emoción (se los pude ver cuando un amanecer en la pantalla iluminó la sala). Ni que los hubiera parido ella. Me quedé con ganas de preguntarle por qué había ido al cine para disertar sobre animales inútiles y que cuánto tiempo iban a tardar en morirse. La película terminó. De alguna manera había conseguido dejar de oír a la impertinente de las ratas. Pero no sirvió para nada, no merecía mucho más la pena escuchar a los personajes que a la mamá ratona. Salimos del cine y, resignados, volvimos a las alturas y al frío. Lo que nunca supe es que, después de la película, la chica y su novio se fueron a la casa de ella. Se había quedado sola esa noche y lo querían aprovechar para estar juntos, tan juntos que su piel se burlara del frío desconcertante de aquel país. Entraron a la casa nerviosos, posiblemente era la primera vez que estaban tan solos. Él quiso hacer tiempo y siguió escuchando como ella hablaba y hablaba de los ratoncitos, pero esta vez con ellos delante. Bien poco le importaba todo aquello: no había ido a la casa para ver asquerosos bichos sin pelo y ojos rojos. Por no disgustarla fingió interés, hasta se atrevió a tocar a uno de ellos. Qué haces tonto, ahora su mamá se lo comerá, le gritó ella. Así, por un tema tan insignificante como la posible filifagia de una ratona, empezó una discusión. Cuando él se quedó sin argumentos, muy pronto, le levantó la mano. El primer golpe le dio poder, hizo que ella se callara y le mirara llena de terror. Su padre había pegado a su madre, también a él. Ella era su novia: podía pegarle. Era lo que siempre se había hecho. Alguien debía haberse molestado en enseñarle que eso no era lo correcto, que estaba siendo otro imbécil cobarde más. Cuando terminó de golpearla sintió húmedas y calientes las manos: estaban empapadas en sangre. Se acercó al cuerpo quieto de ella y descubrió que no respiraba. La había matado. Mientras, la rata dejaba que el ratoncito tocado se acercara a mamar junto a los demás y yo me hundía bajo el peso de un montón de mantas huyendo del frío desconcertante de El Alto.

En algún lugar de El Alto
Junio del año dos mil
FM

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