domingo, 8 de febrero de 2009

El escultor de arenas

Me sentía orgulloso por haber logrado el equilibrio entre las nuevas tecnologías, y lo que era más importante para mí, una calidad de vida que me permitía “vivir” para vivir, no hacerlo para subsistir simplemente. Por eso la decisión de trasladarme a aquel pueblo de costa en Galicia fue de lo más acertado que había hecho en los últimos años, cargados estos de demasiados errores. Me sentía perfectamente en aquel lugar. Allí disponía de casi todo lo que siempre había deseado. Gentes normales, mar, bosques, niebla, lluvia. Pero lo que de verdad me engancho a aquel pueblo fue el, el escultor de arenas. Lo descubrí en uno de mis primeros paseos por las calas, siempre al atardecer. En una de ellas, pequeña y acogedora, había un hombre esculpiendo en arena una estatua de mujer. Me fascino la imagen y me senté a recrearme en aquel momento, sin ser visto, sin la mas mínima intención de acercarme a el, entre otras cosas porque intuí que no se habría enterado de mi presencia. Con una lentitud que producía sensaciones de tranquilidad en el y en quien le pudiera estar observando, termino su escultura y se sentó frente a ella, sobre la duna que daba entrada a la cala. Poco a poco la marea fue subiendo el nivel de las olas que llegaban a la playa, y estas comenzaron a lamer los pies de la mujer, por cierto, desnuda y tremendamente hermosa. Al poco rato, la espuma de las olas y la mujer se habían fundido en una marea que devolvía al mar la arena con la que le hombre había trabajado. Una vez que todo había vuelto a la normalidad, se levanto y se dirigió hacia mí. Su mirada me recorrió hasta la medula. Nunca sabré que había en ella, pero me sentí bien. Paso a mi lado y solo hizo un gesto de cabeza. A los pocos días, comentando eso en un bar, me dijeron que hacia lo mismo todos días, invariablemente todos, desde hacia casi 30 años. Y me colgué de aquello. A menos que hubiera una fuerza mayor, algo realmente importante que me lo impidiera, asistía cada atardecer para contemplar el ritual de aquel hombre que sin duda contenía una hermosa historia de amor.
Un día al llegar pise algo que hizo ruido y el se volvió y me miro. Note una expresión que nunca antes había visto en sus ojos. Ansiedad, tristeza o quizás miedo, y sentí el impulso de acercarme a el. En los tres años que le visitaba, jamás me atreví a entrar en su vida.


-Es hermosa, le dije intentando mostrar un profundo respeto, todo el que aquella vivencia despertaba en mí hacia aquel hombre.

-No te enfades, me respondió. Es la mujer más hermosa que jamás ha existido. Y me ama.

Lo que siempre me cautivo de aquel hombre fue su fuerza, la que había en su mirada de ojos marrones o verdes según la luz que en ellos se reflejaba, incluso, y ara su edad, la apariencia de hombre fuerte. Su seguridad en cada movimiento, en cada gesto. Cuando esculpía acariciaba la arena, trabajaba cada rasgo con un mimo que nunca había visto en nadie.

-Nos amamos. Desde hace exactamente 32 años y 165 días. Con sus noches. Desde nuestra primera conversación, cuando aun ni éramos capaces de imaginar que seriamos las dos personas en el mundo que más iban a desearse. En cada palabra, en cada gesto, cada tono de voz, se vertía todo el torrente de nuestra pasión. Y en nuestros encuentros… ¡ Dios!, nuestros encuentros. Fueron tres. Si, no pongas esa cara. Solo hemos estado cerca físicamente tres veces, y de esas, solo una hemos podido vivir nuestras pieles. Una sola y maravillosa vez. Como en cualquiera de nuestros encuentros, fueran en la distancia o uno junto a otro, derramábamos toda nuestra fuerza. No sabíamos cuando seria el siguiente, ni siquiera si habría un siguiente. Y eso que siempre tuvimos la certeza de que la vida nos regalaría un día el mejor de sus regalos: una noche abrazados.
Aquí, donde estamos sentados tú y yo ahora, fue la última vez que pude deslizar mis ojos por su cuerpo. De nuestro ultimo encuentro habían pasado cinco meses, cinco largos meses a través de los cuales fuimos llenando nuestras noches de deseos contenidos, de amor que nos punzaba a veces en la garganta, de caricias imaginadas que de de tan pensadas nos quemaban la piel, de gemidos en la distancia. En cada noche revivíamos el último encuentro y soñábamos con el próximo. Y llego al fin. Otra vez nuestros ojos resbalando por la piel, nuestras manos buscando un descuido para sentir el calor del otro. Dos horas. Dos horas para sentir como el aire de nuestros cuerpos al andar se mezclaba, para dejarnos arrastrar por la voz, quebrada a veces, para inundarnos de miradas que ardían. Se que te intrigan mis figuras de arena. Bueno, en realidad mi figura de arena. Solo es una. Siempre ella. Y también se, lo leo en tu mirada, que jamás me preguntarías el porque de ella, día tras día. Te lo contare. Al llegar la hora de despedirnos la acompañe hasta la cala, y ella quedo justo donde a diario la repito moldeada en arena. Yo marchaba y cuando llegue a lo alto de la duna, me volví a dedicarle una última mirada. Fue como si toda la luz del océano se hubiera concentrado en aquel punto, justo sobre ella, para iluminarla. Apareció ante mí saludando con la mano, con su sonrisa abierta y entregada… y con los pechos desnudos. Para mí, sabes. Era su forma de decirme que era mía. Mas mía de lo que jamás fue de nadie. En la distancia, en el tiempo, en las circunstancias, todos ellos adversos, y aun así, ella era mía. Ella lo sentía y así me lo hacia sentir en cada oportunidad que tenia.
¡Odiosa carretera! Fue la última vez que nos vimos. ¡Odiosa carretera! Me la robo para siempre.

Sentí un pinchazo agudo en el corazón. Casi balbuceando pregunte: ¿ella… esta muerta? Escuche mi última palabra retumbar en todos y cada uno de los granos de arena de la playa. El no dijo nada. Me miro y de sus ojos había desaparecido la tristeza, de su rostro aquella sensación de ansiedad que me hiciera verlo distinto a otras veces. Sin mediar palabra se volvió despacio y camino hacia la estatua de arena. La marea comenzaba a subir. Se abrazo con delicadeza a la mujer, a su amada y amante. La beso en la boca. Las olas, como cada anochecer, lamían los pies de la estatua, y esta vez también los del hombre. Y esta vez ambos, estatua y hombre, amado y amada, fueron diluyéndose en la espuma de las aguas que en el replegar de sus olas iban llevándolos mar a dentro.
El mar les regalaba así lo que la vida no pudo hacer. Una noche abrazada. Una eterna noche de amantes.


Stico1949/31 del 8 del 2003

En A Coruña

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