martes, 28 de abril de 2009

PIELES Y CORTEZAS




Aela era la única mujer druida de su tribu y de las tribus vecinas. Conocía a la perfección las artes que practicaba: cuidaba del culto divino, manejaba el conocimiento de la personalidad relacionándolo con la posición de las estrellas y la fecha de nacimiento y lo que más le gustaba: la magia arbolaria. No sólo porque jugaba a adivinar a los miembros del clan, sino por el tiempo que pasaba en los bosques con la excusa de profundizar y perfeccionar sus conocimientos. Conocía casi todos los árboles cercanos al poblado, cada uno con su nombre, sus rasgos diferenciadores, no en vano eran deidades con alma e identidad... Les hablaba como si de iguales se tratara y éstos le correspondían del mismo modo, dándose un intercambio fluido de conocimientos entre ambas especies, por lo que sabía de su esencia, estaba cerca de sus almas.
Volvía de la gran asamblea que reunía a todos los druidas de la región cuando, cerca ya del poblado, salió a su encuentro el pequeño Gaelle, un jovencísimo campesino de su total confianza que la recibía ansioso y le comunicaba la desaparición de Mae: Salió hace 20 horas... se adentró en el bosque del Norte en busca de hierbas para tus pócimas... nadie sabe nada... Y Aela sabe que es demasiado tiempo solo para un noble inexperto que no conoce de los peligros del espeso bosque... Envía a la partida que le acompaña a la aldea para que organice una batida y no atiende a razones, se adelanta en su busca, algo no marcha bien; se lo confirman las ramas retorcidas de los robles, los ojillos asustados de las pequeñas ardillas que salen al camino, pero sabe que dará con él, puede olisquear su rastro como un perro a su presa y le ayudan además los árboles, sus aliados, sale del camino guiada por ellos, que se contorsionan sobre sí mismos formando vereda, protegiéndola y llevándola hasta su amado, el hombre que le da la fuerza necesaria para canalizar toda su sabiduría. Le informan durante el camino de sus movimientos, que recolectaba hierbas y frutos, y que ha llenado su saca de bayas venenosas ignorante de su naturaleza.
Cuando Aela traspasa los límites del bosque no pueden los árboles seguir guiándola hasta Mae, se quedan atrás como una masa móvil, palpitante de vida cuyo incesante parloteo de hojas frescas y brotes recientes se traduce en preocupación por el compañero de la maga, su amiga e igual.
Y está tendido en el claro de esa colina. Aela corre hacia él, implora a los dioses por su vida pero apenas encuentra pulso en el cuerpo. Toma su cabeza en sus manos, le besa queriendo traspasarle su aire, su energía. Y no hay respuesta. Invoca su lado práctico, sus artes de maga, le proporcionan los gnomos el antídoto que nace de la tierra, lo elaboran las ondinas con el agua fresca del río y se lo dan a tomar los silfos del aire mientras ella, la amante, sabe que es ya demasiado tarde. Apenas un hilo de vida que el calor del Dios Sol, implacable, acelera en consumir. Y quiere darle a su amor en sus últimos momentos una sombra que le cobije, unos brazos fuertes que le acunen. Se dirige a la Diosa Naturaleza, la Diosa Luna que se asoma aún tímida en el cielo claro y le pide el don de la transformación, un último regalo para Mae, ser para él sombra que mitigue la agonía hasta su muerte.
Aela, en el suelo, con su hombre en sus brazos, ve sus piernas alargarse hacia lo profundo de la tierra, sus dedos se abren en decenas de raíces que se entierran en la tierra oscura, húmeda; se alarga su túnica, se ensancha en lo que empieza a ser un tronco fuerte, poderoso; sus brazos se ramifican, su pelo rubio se torna verde y se enrosca en cientos de hojas pequeñas y brillantes. Y las minúsculas hadas que revolotean alrededor del imponente saúco, que buscan al hombre que ya no yace en el suelo, porque en la transformación tuvo cuidado Aela de abrir su tronco en una gran gruta que acogiera a Mae en un lugar húmedo y fresco para su cuerpo, le encuentran enroscado en el interior del tronco hueco, en el útero cálido de su amada, quien, en un acto de entrega absoluto, ha transformado su cuerpo con un alarido de dolor que ha estremecido al bosque entero.

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Cada día atraviesa Mae el denso bosque. Cada día le indican el camino los árboles amigos y una vez en el claro puede verlo sin dificultad, majestuoso, el gran saúco mágico de la colina. Desde que empieza a clarear el día le rodea un halo de embriagador aroma que se acerca a su lecho desde más allá de los bosques del Norte, es su amada Aela que a despertarle acude. Y nada ni nadie podrá evitar que Mae, pase un solo día lejos de ella que le devolvió la vida, envueltos ambos en un lecho de amor de pieles y cortezas, porque no le deja las noches la Diosa Luna, quien, caprichosa, ha hecho del saúco oráculo entre cielo y tierra y del amor de ambos su morada.


Autora.- Sandra

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